Nº 15 - Octubre 2006
[ISSN 1886-2713] |
:::Las guerreras auaritas:::
En las fuentes documentales del pasado prehispánico de Canarias suele otorgarse a la población masculina un papel preponderante en la batalla, al tiempo que la mujer es relegada a un plano secundario: mientras ellos protagonizan la lucha armada, ellas se limitan a llevar a cabo ciertas actividades auxiliares. Cuando Alonso de Espinosa [(1594) 1980: 43] se ocupa de las guerras y peleas acontecidas en las antiguas sociedades amazighes de Tenerife, también se hace eco de esta particular división del trabajo: iban también sus mujeres con ellos, que les llevaban la comida, y para si morían, que los trajesen a sus entierros y cuevas y, aunque fuesen vencidos, no hacían daño alguno los vencedores a las mujeres ni hijos de los vencidos, ni a los viejos y hombres que no fuesen de guerra, antes los dejaban en paz volver a sus casas. Abreu Galindo [(ca. 1590) 1977: 299] apunta en la misma dirección que el dominico cuando afirma que, en tiempos de guerra, los guanches «llevaban consigo sus mujeres con la provisión que habían de comer, y, si morían en la guerra, para que los llevasen a enterrar a sus cuevas». Y también para la isla de Gran Canaria encontramos testimonios similares, aunque con un matiz muy preciso acerca de su eventual predisposición bélica: Si [los enemigos] los seguían i buscaban peleaban bravísimamente hasta las mujeres, que tiraban / muchas piedras arrojadizas i dardos i mucho aiudaban. Venían con ellos a la pelea a traerles la comida i retirar los muertos suios i a el pillaxe de los caídos i a dar armas a sus maridos i hijos, i a dar voces i gritos i hacer visajes i echar retos y amenasas que causaba mucha rissa [Gómez Escudero (ca. 1484) 1993: 433]. La ferocidad de la mujer auarita Sin embargo, esas mismas fuentes documentales se encargan de transmitirnos la excepción más clara a la norma: el caso de la isla de La Palma, donde «Las mujeres eran más valientes que ellos, y en las emergencias iban ellas en adelante y peleaban virilmente, con piedras y con varas largas» [Torriani (1590) 1978: 225]. Abreu Galindo [(ca. 1590) 1977: 272] anota que, en su tiempo, era común «la fama de que los palmeros fuesen pusilánimes, y para poco en hechos de guerra, y menos que las mujeres». Comenta que, al no compartir esa opinión, se decidió a investigar «porqué ponían más ánimo en las mujeres que en los hombres, y porqué hacían a ellas cabeza de gobierno de la guerra, y a ellos de la paz». Tras sus pesquisas, concluirá que la fama de cobardes atribuida a los palmeros tuvo su origen en la comparación: mientras las mujeres auaritas eran más valientes de lo que la sociedad de la época esperaba, los hombres, cuya corpulencia era notable, no resultaban ser proporcionalmente más bravos. En palabras de Abreu Galindo [(ca. 1590) 1977: 275]: [...] las mujeres, para su estado, se mostraban varoniles, y ellos, para los grandes cuerpos que tenían, no hacían tanto cuanto de ellos se esperaba; y [...] más común era entre ellos la grandeza de los cuerpos, que de los hechos, por falta de la ocasión en que emplearse. De todos modos, durante la argumentación en favor del hombre auarita, Abreu Galindo [(ca. 1590) 1977: 275] no resta méritos a la mujer palmera. Al contrario, afirma que estas no eran «de menos corpulencia que los hombres», que se caracterizaban por sus «ánimos varoniles» y que «su ferocidad ejecutaban sin perdón en los cristianos». El porqué del carácter belicoso de las auaritas es algo que aún se nos escapa, aunque, como desliza Pérez Saavedra [(1982) 1997: 243], bien podría estar relacionado con el elevado prestigio social y religioso del que gozaban las féminas de la Isla. En ocasiones, se ha pretendido establecer paralelismos entre la mujer palmera y las míticas amazonas de Heródoto, mencionadas por el historiador griego cuando habla de la Libia –la zona norteafricana habitada por amazighes desde tiempos inmemoriales–, por lo que la búsqueda de un hipotético origen común no parece demasiado complicada. Sin embargo, el halo de ficción que envuelve a las legendarias guerreras continentales hace que lo más prudente sea dejar en suspenso esas teorías. La palmera Guayanfanta y la hermana de Garehagua Antes de la conquista de La Palma, la población auarita sufrió diversas incursiones piráticas protagonizadas por los colonos europeos instalados en El Hierro, quienes se dirigían a la isla vecina con el objetivo de robar y cautivar isleños. También durante aquellas escaramuzas la mujer palmera hizo gala de una bravura y una fortaleza física que quedarían reflejadas en la obra de Abreu Galindo [(ca. 1590) 1977: 279], cuando habla de la hermana del capitán palmero Garehagua (Gar_ehawa, ‘Perro vil’): y los cristianos que fueron en su alcance prendieron un palmero y una palmera, [...]. La cual, como se vió presa, volvióse contra el cristiano herreño, que se decía Jacomar, y púsolo en tanto aprieto, que le convino favorecerse de las armas; y así le dió de puñaladas y la mató. El mismo autor inmortalizará en las páginas de su Historia la pelea entre una cuadrilla de colonos herreños y la palmera Guayanfanta, mujer «de grande ánimo y gran cuerpo, que parecía gigante, y [...] extremada blancura»: [...] como los cristianos la cercaron, peleó con ellos lo que pudo y, viéndose acosada, embistió con un cristiano y, tomándolo debajo del brazo, se iba para un risco, para se arrojar de allí abajo con él; pero acudió otro cristiano y cortóle las piernas, que de otra suerte no dejara de derriscarse con el cristiano que llevaba [Abreu (ca. 1590) 1977: 279]. El trágico final de Guayanfanta (wayya_n_fant´az, ‘orgullosa’, lit. ‘espíritu de vanidad o jactancia’) no parece ser una excepción. En varias ocasiones, las fuentes etnohistóricas nos hablan de nativos que habrían preferido la lucha cuerpo a cuerpo –y, en última instancia, el suicidio– antes que la sumisión al yugo invasor. Y, en ese último aspecto, las mujeres del resto del archipiélago canario no parecen haber sido menos decididas que las de La Palma. Un claro ejemplo lo constituyen los topónimos grancanarios del Despeñadero de las Mujeres, el Risco de las Mujeres o el Salto de las Mujeres, todos ellos documentados en nuestras fuentes etnohistóricas [Pérez Saavedra (1982) 1997: 169-170].
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